Parque Nacional Natural Serranía del Chiribiquete, ¿Fábrica de carbono o territorio ancestral sagrado?
- por Soporte
• Por: Consejería de Territorio, Recursos Naturales y Biodivesidad - ONIC.
El pasado 2 de julio el gobierno nacional anunció al mundo que el Parque Nacional Natural Serranía del Chibiriquete se ampliaba de 1.486.676 a 4.268.095 hectáreas, convirtiéndose en el parque natural más grande del país y uno de los más grandes del mundo, posterior al anuncio de la UNESCO de declararlo Patrimonio de la Humanidad.
Aunque el Presidente Juan Manuel Santos recordó los 450 millones de toneladas de carbono en las copas de sus árboles y sus “hermosas pinturas de arte rupestre estilo hiperrealista”, no advirtió que esa fábrica de carbono –como la denominó- conserva su potencial biodiverso en pleno siglo XXI gracias a la presencia de los pueblos indígenas Uitoto, Tucano, Cubeo, Wanano, Desano, Pijao, Piratapuyo, Yukuna, Matapí, Tanimuka y Andoque que lo habitan y cuidan hace siglos, como tampoco que esos cerros y pinturas rupestres son en realidad sus lugares sagrados de adoración desde hace más de 20.000 años, habitados también por plantas medicinales, agua y semillas que les han permitido convivir física, cultural y espiritualmente con la Serranía, desde mucho antes del nacimiento de la Republica.
Mientras se anunciaba la ampliación y protección del Chibiriquete, el gobierno informó la llegada de recursos financieros para su cuidado, sumados a los ya cuantiosos fondos de cooperación ambiental internacional recibidos de países como Noruega y Alemania, entidades como el Banco Mundial, el Fondo Cooperativo para el Carbono de los Bosques y organismos de Naciones Unidas como el PNUD, el PUMA y la FAO, para financiar programas como Bosques Territorios de Paz, la Alianza contra la Deforestación y Visión Amazonía, Orinoquía y Pacifico; Programas formulados a puerta cerrada desde Bogotá, sin consulta con los pueblos étnicos de los territorios en que se implementan, y destinados a encubrir en sus diagnósticos la responsabilidad de los grandes latifundios, la industria minero energética y diversas empresas del sector privado en la deforestación, mientras culpan al pequeño campesino del cambio climático.
Así, las empresas sigue destruyendo legalmente los bosques primarios bajo la aplicación de figuras promovidas por el gobierno como las compensaciones ambientales –que no logran la recuperación de un bosque virgen-, se alienta la llegada de megaproyectos minero energéticos a la Amazonía con la creación de bloques petroleros en el Caquetá, retención de cantidades descomunales de agua a manos del sector privado con hidroeléctricas entre el Huila y Caquetá, declaración de zonas de reserva minera estratégica en el Guainía y el Vaupés, y la destrucción del río Atrato en el Pacifico colombiano, con la minería de oro a gran escala por parte de empresas multinacionales.
Las fumigaciones con glifosato -químico prohibido en la Unión Europea por su afectación a la salud humana- fueron reiniciadas por este gobierno, y se formula en Bogotá una estrategia nacional de transporte intermodal, una reforma a la Ley de Tierras, un proyecto de ley sobre delimitación de paramos y otro sobre la política de cambio climático, que impactarán los ecosistemas más sensibles del país y sus territorios ancestrales sin la debida y suficiente concertación con sus pueblos, mientras se desacatan fallos judiciales que ordenan el reconocimiento de autoridad ambiental de los pueblos indígenas en sus territorios, y se represan el 90% de solicitudes de protección jurídica de territorios ancestrales, para seguir entregándolos a empresas y multinacionales que llegan al país, lucrándose de ellos por medio de la cooperación ambiental internacional y nuevos proyectos energéticos.
¡Las evidencias son abrumadoras! y es que no estamos ante una declaración ingenua y filantrópica de un premio nobel de paz empeñado en cumplir las metas del cambio climático y del desarrollo sostenible, o los recientes fallos de las altas Cortes que le obligan a frenar la desforestación y proteger la Amazonía, sino ante una de las transacciones de recursos y de derechos étnicos y ambientales más peligrosas en la historia del país, en que se conserva por un lado para legitimar la destrucción por el otro, recibiendo cuantiosos recursos por ambas razones, despojando a los pueblos indígenas –verdaderos guardianes de la tierra- de la soberanía sobre sus territorios, y promoviendo una nueva oleada de extinción física, cultural y ambiental en el país, que afectará a largo plazo la biodiversidad étnica y ambiental de todo el planeta.
Así, el punto uno de los acuerdos de paz sobre desarrollo rural integral y su capítulo étnico, son desechados por el propio gobierno que los promovió, para perpetuar los modelos y las causas de despojo, exclusión y destrucción, que dieron origen a más de medio siglo de conflicto armado en Colombia.
Cabe preguntarse ahora y de cara a los próximos años ¿A dónde y a quién irán a parar finalmente los recursos del país para la paz y el postconflicto?